lunes, 13 de mayo de 2013

El camino hacia la igualdad está minado de miedos absurdos


Mi generación se encuentra en un dilema, en un proceso de creciente racionalización de la moral, democratización de los sentimientos y politización de los afectos. Más allá de todo lo fashion que pueda ser apoyar el movimiento gay, más allá de todo el státus que pueda darte dentro de una conversación entre liberales de izquierda, la diversidad sexual lentamente ha impuesto una agenda que se encuentra entre dos caminos: el acomodamiento de “lo gay” a las instituciones, o la adaptación –forzada- de la institucionalidad hacia “lo gay”. Y es que estos caminos llevan a transformaciones sociales diametralmente distintas. Uno supone una homogeinización  de la subcultura ligada a la diversidad sexual (“lo gay”) con los valores familiares tradicionales que el estado promueve e impone a través del aparato legal; mientras que la otra, más cercana a otros movimientos, supone la destrucción – y reformulación – de estos valores y su simplificación, su actualización para poder contemplar, respetar e incluir a la diferencia en la dinámica estatal y social.
En primer lugar, me quiero detener en los tres procesos que mencioné al inicio: se racionaliza lo moral, puesto que la religión tiene una influencia, que si bien es considerable, que decrece inexorablemente. De esta forma, lo bueno y lo malo van en franco camino a regirse sólo por lo que trae beneficio, perjuicio, o es indiferente de acuerdo a indicadores medibles. Este cambio de valores supone dejar atrás muchos prejuicios (todos los prejuicios, todas las opiniones basadas en la “fe” y otras falacias con las que se nos suelen implantar nociones sin sustento) y está recién empezando, pero confío en que en las siguientes décadas podamos pensar la valorización de lo que actuamos de forma más fría y cercana a lo objetivo; Se democratizan los sentimientos, puesto a que hay una aceptación cada vez mayor a pensar (ergo, decir, incorporar al discurso) que todos somos capaces de sentir, y que no hay limitaciones sociales para ello; y se politizan los afectos: la afectividad debe ser utilizada y está siendo cada vez más utilizada en la construcción política de los jóvenes. El mismo discurso del movimiento estudiantil está basado en cierta parte en los afectos, en la consideración del ser subjetivo como víctima y objeto del cuerpo legal, y por tanto, un sujeto desconocido, pero con identidad al que se reconoce como parte referente del qué hacer político.

En segundo lugar, quisiera hablar brevemente del nacimiento de “lo gay”. Nace a partir de la discriminación, y engloba no sólo a hombres que tienen sexo u afectividad con otros hombres, sino que además a lesbianas, transexuales, bisexuales, pansexuales y una infinidad de otras categorizaciones de segunda clase dentro de la sexualidad en la sociedad. La exclusión de la diversidad sexual en la construcción de la cultura popular durante el siglo XX, generó finalmente “lo gay”, una cultura alternativa, una especie de “club de los que sobran” en el que se maneja un lenguaje y un qué hacer distinto, con códigos propios, bizarros a los ojos de los “normales”. El mismo término “gay” es una respuesta a la patologización de la orientación sexual que supone la homosexualidad, que es una definición clínica; gay  significa alegre, y desde este punto de partida se ha construido toda una realidad alternativa en términos de moda, música, cine, estética, sexualidad, afectividad y estilo de vida. Actualmente lo gay se asocia mucho al arribismo, al machismo y a la exclusión interna dentro del movimiento por la diversidad sexual, una supremacía masculina, sin embargo,  en general y este texto en particular, la cultura gay es mucho más que eso.  

¿Por qué preocuparse de la institucionalización de la diversidad sexual? Porque es también una diversidad cultural, una realidad polifórmica y que en este momento intenta ser absorbida por el aparato estatal, que viéndose imposibilitado de castigarla, necesita normarla para controlarla. Henos aquí entonces con las dos alternativas que señalaba al principio: La primera, institucionalizar y acomodar “lo gay” al aparato estatal actual es un camino que se ha trazado para el movimiento de la diversidad sexual desde varios frentes y que tiene un apoyo político apabullante; “somos todos iguales, por ende la legislación debe tomarnos a todos por igual”. Estas instituciones trascienden mucho más allá del Registro Civil (cuyo reconocimiento hacia las diferentes orientaciones e identidades sexuales sigue siendo prioritario en cualquier agenda del movimiento por la diversidad sexual). La institución de La familia es, quizás, la más amenazada por las reivindicaciones de reconocimiento e igualdad, y es ésta institución la clave para definir el futuro valórico y cultural de “lo gay”.

La adopción de una “familia convencional”, Papás, Mamás, Hijos, control, transmisión valórica, roles definidos, relación vertical entre padres e hijos… todas son características actualmente normadas y que le dan seguridad a las generaciones anteriores sobre la perpetuidad de su estilo de vida. Pero es también una familia estática, que impide la evolución de la sociedad ¿Tres padres? ¿Dos madres? ¿Padre soltero? La cantidad de gente que vive sola sin querer formar familia es también grande, y la institución del matrimonio es tremendamente dañina para cuando estas personas construyen proyectos de vida que no pasan por la familia con hijos. Partiendo por la desaprobación social, el hecho de que muchas políticas públicas estén condicionadas o dirigidas a que las parejas procreen y generen hijos, que la única familia aceptada por el momento es la heterosexual  tradicional, siendo las madres solteras motivo de compasión, los padres solteros de suspicacia y cualquier otro modelo familiar es acusado de depravación y tomado con extrema cautela. La familia que se nos propone es una familia que transmite un proyecto social basado en la rigidez y en la organización vertical. Intervenir esta institución es sentar las bases para una nueva forma de convivencia y crianza que no es ni favorable al sistema ni a las consciencias limitadas de quienes defienden el modelo. Así mismo, con cómo van las propuestas de legislación actuales para regular las familias homoparentales, hay una homologación de la familia homoparental con la familia heterosexual tradicional. No se admite cabida, ni si quiera se ha pensado, en padres transexuales, por ejemplo; y por supuesto, se piensa en la familia como un aparato diseñado sólo para generar descendencia, y no comunidad. Las limitaciones del modelo por el que algunos pelean son evidentes y conducen a una perpetuidad en la moral ilógica que nuestra generación va camino a destruir.

El otro camino, es que la legislación se abra a aceptar y promover políticas antidiscriminación para que cualquier tipo de familia encuentre apoyo, cabida y aprobación dentro de la sociedad. Ello implicaría la aparición y masificación de otros modelos de crianza y desarrollo de comunidades con valores más laxos, no por ello menos positivos. Implicaría que “lo gay”, si bien inevitablemente se fundirá con la sociedad, lo hará de forma paulatina, aportando un rupturismo estético y valórico sin precedentes. En este camino, el Estado juega un rol de mediador hacia la aceptación de realidades diversas, más que como un gran homologador y castigador de la diferencia. Evidentemente supone un remesón importante en la forma en la que se constituye la sociedad. Las interacciones varían, la posibilidad de encontrar acogida independientemente de lo que se considere correcto o negativo según los principios sacros, es un avance importante. Sin embargo, esta ruptura con el modelo autoritario de familia implica también una ruptura con el modelo autoritario para relacionarnos, acelerando el proceso de racionalización moral precisamente a través de la democratización de la forma en la que el estado comprende los sentimientos y la afectividad, y el descarte absoluto del fascismo como forma de interacción entre pares. Significa reconocernos como pares, sin importar nuestra situación de nacimiento.

En este panorama estamos, es el gran dilema. Y aunque algunos como Rolando Jiménez aspiren al congreso para conseguir la normativización, para conseguir ser aceptados e incluidos en la idílica familia prometida del sueño americano (secundados, por supuesto, por los partidos tradicionales y buena parte de Fundación Iguales); otros se levantan desde la diferencia exigiendo reconocimiento sin intervención, sin condiciones. El derecho de ser es el más violentado hoy en día en nuestra sociedad y es el que debemos reclamar con más fuerza: El derecho de ser sin condiciones, sin exclusiones, sin letra chica; de poder crear en nuestro espacio personal lo que individualmente queremos, lo que colectivamente soñamos. La normativización del ser es, por supuesto, una amenaza, gatillada porque al ejercer ese derecho se intervienen demasiadas realidades, se inseguriza a demasiada gente, se amenazan los cimientos de demasiadas autoridades. Claramente no es el momento en el que podremos ser y crear sin fronteras, pero sí podemos tomar el camino para llegar allí.
Camilo A. García